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TRADUCE Y OYE

jueves, 11 de abril de 2013

cuentos para el club de lectura.1.LA MUERTA, GUY DE PAUPASSANT




La muerta, de Guy de Maupassant.



¡La había amado desesperadamente! ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver
un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un
solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre
que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las
profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y
otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una
plegaria.

Voy a contarles nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que
es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias,
de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y
absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si
era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro
antiguo mundo.


Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero
una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo
intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y
tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los
médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas,
y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy
calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes.

Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos.
¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente
su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!", ¡y yo comprendí! ¡Y
yo comprendí!

Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que
dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando
clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios
mío!

¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron
algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí
y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día
siguiente emprendí un viaje.


Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación -nuestra
habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la
vida de un ser humano después de su muerte-, me invadió tal oleada de
nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de
arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas,
entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado,
que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su
aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para
marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del
vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder
contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de
salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus
pequeños zapatos hasta su sombrero.

Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella
tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que
haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los
ojos clavados en el cristal -en aquel liso, enorme, vacío cristal- que
la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto
como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo
toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo,
horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres!
¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo
lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en
él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!

Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su
sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:

«Amó, fue amada y murió.»

¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la
frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho
tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo,
el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche,
la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme
del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y
empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve.
Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual
vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que
los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho
espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo
tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de
las llanuras.

¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los
muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada!
La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!

Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en
la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están
mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas,
donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de
rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y
hermoso jardín alimentado con carne humana.

Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de
un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé,
agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.

Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché
a andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno
lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí
encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos

extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis
rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla.
Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas,
las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas
de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por
encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!

No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en
aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas!
¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante
de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una
de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a
doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un
ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la
impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra
sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo
decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror,
helado de espanto, dispuesto a morir.

Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual
estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego,
como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta
una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente cómo se levantaba la losa
sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto
desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi
claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude
leer:

«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un
años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de
Dios.»

El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió
una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a
rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las
cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A
continuación, con la punta del hueso de lo que había sido su dedo
índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los
chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:

«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un
años. Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna;
torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó
todo lo que pudo y murió en pecado mortal.»

Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil,
contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas
estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que
todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en
las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido
atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas,
embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado,
engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos
padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas
hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y
mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban
escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad,
la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban
vivos.

Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora,
corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los
cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido de que la
encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro,
el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol
donde poco antes había leído:

«Amó, fue amada y murió.»

Ahora leí:

«Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una
pulmonía y murió.»

Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba,
sin conocimiento.

FIN


Guy de Maupassant (1850-1893)   guy de maupassant, fonctionnaire

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