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TRADUCE Y OYE

jueves, 11 de abril de 2013

CLUB DE LECTURA 2.. LA MADRE DE LOS MONSTRUOS . GUY DE MAUPASSANT



LA MADRE DE LOS MONSTRUOS
Guy de Maupassant


Recordé esta horrible historia y a aquella horrible mujer al ver pasar
hace unos días, en una playa apreciada por la gente adinerada, a una
joven parisiense muy conocida, elegante, encantadora, adorada y
respetada por todos.

Mi historia se remonta muy atrás, pero ciertas cosas no se olvidan.

Me había invitado un amigo a quedarme un tiempo en su casa en una
pequeña ciudad de provincias. Para hacerme los honores del país, me
paseó por todos los sitios, me hizo ver los paisajes alabados, los
castillos, las industrias, las ruinas; me enseñó los monumentos, las
iglesias, las viejas puertas esculpidas, unos árboles de enorme tamaño
o con forma extraña, el roble de Saint André y el tejo de Roqueboise.
Mientras examinaba con exclamaciones de entusiasmo benévolo todas las
curiosidades de la región, mi amigo me dijo con aire desolado que ya
no quedaba nada por visitar. Respiré. Ahora iba a poder descansar un
poco, a la sombra de los árboles. Pero de pronto dio un grito:

-¡Ah, sí! Tenemos a la madre de los monstruos, debes conocerla.
- ¿A quién? —pregunté—. ¿A la madre de los monstruos?
- Es una mujer abominable —prosiguió—, un verdadero demonio, un ser
que da a luz cada año, voluntariamente, a niños deformes, horribles,
espantosos, en fin unos monstruos, y que los vende al exhibidor de
fenómenos.
»Esos siniestros empresarios vienen a informarse de vez en cuando de
si ha producido algún nuevo engendro y, cuando les gusta el sujeto, se
lo llevan y le pagan una renta a la madre.
»Tiene once engendros de esta naturaleza. Es rica.
»Crees que bromeo, que invento, que exagero. No, amigo mío. No te
cuento más que la verdad, la pura verdad.
»Vayamos a ver a esa mujer. Luego te contaré cómo se convirtió en una
fábrica de monstruos.

Me llevó a las afueras de la ciudad.
Ella vivía en una bonita casita al borde de la carretera. Resultaba
agradable y estaba muy cuidada. El jardín, lleno de flores, olía bien.
Parecía la residencia de un notario retirado de los negocios.
Una criada nos hizo entrar a una especie de pequeño salón campesino y
la miserable apareció.
Tendría unos cuarenta años. Era una mujer alta, de rasgos duros, pero
bien hecha, vigorosa y sana, el auténtico tipo de campesina robusta,
medio bruta y medio mujer.
Sabía de la reprobación general y parecía recibir a la gente con una
humildad llena de odio.
—¿Qué desean los señores? —preguntó.
—Me han dicho que su último hijo estaba hecho como todo el mundo
—respondió mi amigo—, pero que no se parecía en absoluto a sus
hermanos. He querido cerciorarme de ello. ¿Es verdad?
Nos echó una mirada ladina y furiosa y contestó:
—¡Oh, no! ¡Oh, no, señor! Es casi más feo que los otros. Mi mala
suerte, mi mala suerte. Todos así, señor, todos así, qué desgracia tan
grande, ¿cómo puede nuestro Señor tratar así a una pobre mujer como
yo, sola en el mundo? ¿Cómo puede ser?
Hablaba deprisa, los ojos bajos, con aire hipócrita, igual que una
fiera que tiene miedo. Endulzaba el tono áspero de su voz y uno se
extrañaba de que aquellas palabras lacrimosas e hiladas en falsete
salieran de ese gran cuerpo huesudo, demasiado fuerte, con ángulos
bastos, que parecía estar hecho para los gestos vehementes y para
aullar del mismo modo que los lobos.
—Quisiéramos ver a su pequeño —pidió mi amigo.
Me pareció que se sonrojaba. ¿Quizá me equivoqué? Tras unos instantes
de silencio, dijo en voz más alta:
—¿De qué les serviría?
Y había vuelto a enderezar la cabeza, mirándonos de hito en hito con
ojeadas bruscas y con fuego en la mirada.
—¿Por qué no nos lo quiere enseñar? —insistió mi compañero—. A otra
gente sí que se lo enseña. ¡Sabe de quién hablo!
La mujer se sobresaltó y, liberando su voz, dando rienda suelta a su ira, gritó:
—Diga, ¿pa' eso han venido? ¿Pa' insultarme, eh? ¿Porque mis hijos son
como animales, verdá? No lo van a ver, no, no, no lo van a ver;
váyanse, váyanse. ¿Por qué les dará a todos por torturarme así?
Venía hacia nosotros, con las manos en las caderas. Al sonido brutal
de su voz, una especie de gemido o más bien de maullido, un lamentable
grito de idiota salió del cuarto vecino. Me hizo estremecerme hasta
los tuétanos. Retrocedimos ante ella.
—Tenga cuidado, Diabla —en el pueblo la llamaban la Diabla—, tenga
cuidado, tarde o temprano le traerá mala suerte.
Se echó a temblar de furor, agitando sus puños, desquiciada, gritando:
—¡Váyanse! ¿Qué me traerá mala suerte? ¡Váyanse! ¡Canallas!
Se nos iba a lanzar encima. Nos escapamos, con el corazón en la boca.
Cuando estuvimos fuera de la casa, mi amigo preguntó:
—¡Pues bien! ¿La has visto? ¿Qué te parece?
—Cuéntame ya mismo la historia de esa bruta —pedí.
Y he aquí lo que me contó mientras volvíamos con pasos lentos por la
blanca carretera general, orlada de cosechas ya maduras, que un viento
ligero, a ráfagas, hacía ondular como a un mar tranquilo.

Hace tiempo, esa chica servía en una granja; era trabajadora, formal y
ahorradora. No se le conocían enamorados, no se sospechaba que tuviera
debilidades.
Cometió una falta, como lo hacen todas, una tarde de cosecha, en medio
de las gavillas segadas, bajo un cielo de tormenta, cuando el aire
inmóvil y pesado parece estar lleno de un calor de horno y empapa de
sudor los cuerpos morenos de los muchachos y de las muchachas.
Pronto se dio cuenta de que estaba embarazada y la atormentaron la
vergüenza y el miedo. Para esconder su desgracia a toda costa se
apretaba con violencia el vientre con un sistema que había inventado,
un corsé de fuerza, hecho con tablillas y cuerdas. Cuanto más se le
hinchaba el vientre por la presión del niño que iba creciendo, más
apretaba el instrumento de tortura: un verdadero martirio. Pero se
mantenía valiente ante el dolor, siempre sonriente y ágil, sin dejar
que se viera ni se sospechara nada.
Desgració en sus entrañas al pequeño ser oprimido por la horrible
máquina; lo comprimió, lo deformó, hizo de él un monstruo. Su cabeza
apretada se alargó, se desprendió en forma de punta con dos gruesos
ojos saltones que salían de la frente. Los miembros oprimidos contra
el cuerpo crecieron, retorcidos como la madera de las vides, se
alargaron desmesuradamente, acabados en dedos semejantes a las patas
de las arañas. El torso se quedó muy pequeño y redondo como una nuez.
Dio a luz en pleno campo una mañana de primavera.
Cuando las escardadoras, que acudieron en su ayuda, vieron lo que le
salía del cuerpo, se escaparon gritando. Y corrió el rumor en la
región de que había parido un demonio. Desde entonces la llaman "la
Diabla".
La echaron del trabajo. Vivió de la caridad y quizás de amor en la
sombra, ya que era buena moza, y no todos los hombres temen el
infierno.
Crió a su monstruo, a quien por cierto aborrecía, con un odio salvaje,
y a quien quizás habría estrangulado si el cura, previendo el crimen,
no la hubiera asustado con la amenaza de la justicia.
Ahora bien, un día, unos exhibidores de fenómenos que estaban de paso
oyeron hablar del espantoso engendro y pidieron verlo para llevárselo
si les gustaba. Les gustó y pagaron a la madre quinientos francos
contantes y sonantes. Ella, primero vergonzosa se negaba a dejar ver a
esa especie de animal; pero cuando descubrió que valía dinero, que
excitaba el deseo de esa gente, se puso a regatear, a discutir cada
céntimo, azuzándoles con las deformidades de su hijo, alzando sus
precios con una tenacidad de campesino.
Para que no la robaran, les hizo firmar un papel. Y se comprometieron
a abonarle además cuatrocientos francos por año, como si tomaran ese
bicho a su servicio.
Aquella ganancia inesperada enloqueció a la madre y ya no la abandonó
el deseo de dar a luz a otro fenómeno, para disfrutar de rentas como
una burguesa.
Como era muy fértil, consiguió lo que se proponía, y se volvió hábil,
parece ser, en variar las formas de sus monstruos según las presiones
que les hacía padecer durante el tiempo del embarazo.
Tuvo engendros largos y cortos, algunos parecidos a cangrejos, otros
semejantes a lagartos. Varios murieron, y se sintió afligida.
La justicia intentó intervenir, pero no se pudo probar nada. Se la
dejó pues fabricar sus fenómenos en paz.
En este momento tiene once engendros bien vivos, que le proporcionan,
año tras año, de cinco a seis mil francos. Sólo uno no está colocado
todavía, el que no ha querido enseñarnos. Pero no se lo quedará mucho
tiempo, porque hoy en día todos los feriantes del mundo la conocen y
vienen de vez en cuando a ver si tiene algo nuevo.
Incluso organiza subastas entre ellos cuando el sujeto lo merece.

Mi amigo calló. Una repugnancia profunda me levantaba el corazón, así
como una ira tumultuosa, un arrepentimiento de no haber estrangulado a
aquella bruta cuando la tenía al alcance de la mano.
— ¿Pero quién es el padre? —pregunté.
— No se sabe —contestó—. Tiene o tienen cierto pudor. Se esconde o se
esconden. A lo mejor comparten los beneficios.

Ya no pensaba en esa lejana aventura hasta que vi, hace unos días, en
una playa de moda, a una mujer elegante, encantadora, coqueta, amada,
rodeada por hombres que la respetan.
Iba por la playa arenosa con un amigo, el médico de la estación. Diez
minutos más tarde, vi a una criada que cuidaba a tres niños envueltos
en la arena.
Unas pequeñas muletas que yacían en el suelo me conmovieron. Noté
entonces que los tres pequeños seres eran deformes, jorobados y
corvos, horrorosos.
—Son los productos de la encantadora mujer con la que acabamos de
cruzarnos —me dijo el doctor.
Una lástima profunda por ella y por ellos se apoderó de mi alma.
—¡Oh, pobre madre! —exclamé—. ¡Cómo puede seguir riéndose!
—No la compadezcas, querido amigo —respondió el doctor—. Son los
pobres pequeños a quienes hay que compadecer. Ésos son los resultados
de las cinturas que permanecieron finas hasta el último día. Estos
monstruos se fabrican con el corsé. Ella sabe perfectamente que se
juega la vida. ¡Qué más le da, con tal de ser bella y amada!

Y recordé a la otra, la campesina, la Diabla, que vendía sus fenómenos.


gUY DE mAUPASSANT.




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